martes, 14 de julio de 2009

Angustia

Aquella tarta de queso estaba asquerosa. Aún así, y para no desacreditar la generosidad de su anfitrión todos comieron, uno tras otro, aquella masa dulzona y densa que se mostraba ante ellos acompañada por sirope y un par de depósitos de mermelada de frambuesa del tamaño de aquellos botones grandes y oscuros de las parcas que había heredado de sus hermanos mayores en los ochenta. Miraba el plato y jugaba con la pasta amarillenta mientras veía como sus compañeros de mesa callaban, bajaban la vista y se planteaban cómo terminar con aquélla tortura. Las estrategias eran diversas, había casi tantas como comensales. Uno se decidió a terminar con aquéllo lo antes posible. Dividió el taco en cuatro porciones mastodónticas y las fue engullendo del tirón una a una hasta que el plato quedó vacío, dos botones solitarios en un mar de sirope marrón. Otro se entretenía en coger la mermelada con el cuchillo, extenderla generosamente sobre la tarta y partirla trocito a trocito hasta que quedaban reducidos a la mínima expresión, moléculas mínimas de tarta de queso que se por mucho que lo intentase no dejaban ser, al sumarlas, tantas como cuando estaban unidas en un solo volumen. Un tercero se colocaba en una posición un tanto brutalista y aplastaba parsimoniosamente la tarta contra el plato, viendo cómo la mermelada rebosaba por los bordes, asfixiada, herida, sin comprender que el odio no iba contra ella sino contra su vecina, la imposible, la asquerosa, la incomestible tarta de queso. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, mi compañero de mesa encontró mucho más apetecible aquélla amalgama que la textura imponente y prieta de la tarta original. Como un niño pequeño fue acercándola a la boca, intentando comérsela, y como un niño pequeño tardó sólo un par de cucharadas en desistir, avergonzarse y decir, aun sabiendo el error que cometía, que no quería más. Un jovencito fresco, vital y positivo intentó tomarse las cosas con calma. Parecía haber establecido un sistema bastante adecuado según el cual: uno, cortaba un trozo de tarta de forma más o menos piramidal; dos, introducía uno de los vértices de la pirámide en la mermelada de frambuesa; tres, sonreía a su interlocutor en caso de haberlo; cuatro, aguantaba la respiración; cinco, abría la boca; seis, introducía la tarta con mermelada en la anteriormente citada y abierta boca; siete, masticaba intentando mantener el tipo; ocho, tragaba; nueve, volvía a respirar. Repetía la faena una y otra vez intentando no perder el ritmo, porque el ritmo lo es todo, y procuraba seguir la filosofía del barrendero de Momo, no mirar al final de la tarta, el final de la tarta llegará, pero lo único que hay que saber es que tenemos que comer otro bocado, y luego otro, y luego otro, hasta que se acabe del todo. Entonces podremos respirar tranquilos y decir "he terminado".

Qué triste escena, gentes de mundo, experimentadas, buscando en una cena la salida del agujero, disimulando satisfacción y agrado mientras por dentro era todo envidia, todo celos, todo una búsqueda de una escalera que sube y que sube...

Me levanté y me fui. No dije nada. No probé mi propia tarta. Si los demás quieren comer mierda, ellos sabrán.