domingo, 23 de enero de 2011

Lo cierto es que no puedo recordar su cara

Lo cierto es que no puedo recordar su cara. Lo intento, me esfuerzo, pero no puedo. No soy capaz. Recuerdo los detalles más tontos, algún olor perdido, este roce o aquél, pero de su cara nada. Tampoco es un tema que me haya preocupado gran cosa. De hecho, no me lo había planteado nunca, no porque estuviese seguro de recordarla, sino porque tampoco era un tema de mi interés. Estas ñoñerías quedan lejos de lo que yo pueda considerar estimulante. No se me entienda mal, cuando me refiero a las ñoñerías hablo de esto de los recuerdos, de la nostalgia moña del que quiere estar siempre en contacto con sus sentimientos más profundos. A mí siempre me ha dado la impresión de que ese comportamiento aleja a las personas de la realidad del día a día, de las necesidades más cercanas, alienándolos en un mundo irreal y siempre en pasado o siempre en futuro que deja de lado el presente y el valor de las acciones efectivas. En cualquier caso hoy, como cualquier otro día, contigo, frente a este café mísero y ya que me lo preguntas, yo te contesto: no puedo. No recuerdo su cara.

Recuerdo el día que la vi por primera vez, cuando la conocí. Paseaba por un barranco de segunda un día espléndido de primavera. Caminaba junto a Petra, su perra, una mezcla de mastín y pastor alemán, a lo largo de una pasarela de madera que alguien había construido entre una sucesión interminable de muros de contención de hormigón y la vegetación profusa. Me parece recordar que aquél año había llovido mucho, algo extraordinario, y de todas partes brotaba el agua y la vegetación y, con ellos, las golondrinas, abubillas y demás alimañas que parecían cruzarse a su paso. Ella caminaba con un paso rítmico y pausado dirigiendo con cierta distancia los movimientos de Petra, una perra tan tonta como fea, que se dedicaba a explorarlo todo y a ladrarle a todo. Mientras caminaba, palmeaba el grueso pasamanos de madera que, formado por pequeños troncos colocados entre postes algo lejanos entre sí, generaba una música exótica y misteriosa, completamente desentonada, con un ritmo similar al de los pasos de semana santa. El aire olía a húmedo y a verde, el cielo estaba limpio y entre paso y paso sólo se escuchaba el ladrido lejano de Petra llamando la atención sobre cualquier hormiga o cualquier salto de agua. Veía cómo ambas se acercaban, ella manteniendo una postura perfecta y un caminar equilibrado. Me senté en un banco y esperé. Recuerdo que la tonta de Petra vino hacia mí enseguida, se me enfrentó y comenzó a ladrar sin parar. Seguramente fue ella la que consiguió que se me acercase finalmente y me hablase. Haciendo poco honor a su nombre, Petra murió tres meses más tarde sin haber cumplido los dos años. Pero debo agradecerle que la trajese hacia mí. Recuerdo una piel perfecta, una sonrisa espléndida. Pero su rostro no. No lo recuerdo.

En aquella época, e intentando hacer gala de lo que yo entendía como hombría, me estaba viendo con Helena. Oh, Helena, de la piel delicada, los pechos grandes y turgentes, la conversación vacía y la cabeza llena de pájaros. Sólo mirarla me producía una erección casi automática. Sin embargo, y sin que sirva de precedente, cuando supe mediante sms que Petra había muerto y que se necesitaba mi hombro como apoyo y fuente de afecto no tuve la más mínima duda y la dejé en un café sombrío con la sonrisa torcida. “Tengo que irme”, le dije mientras dejaba un euro y medio y recogía la chaqueta, “ha surgido un imprevisto, ya te llamaré”. Ella intentó en vano preguntarme qué era, que la dejaba preocupada, pero no le di tiempo más que a suspirar y a decirme adiós. Yo sabía a lo que me atenía, me acerqué corriendo a la esquina de la calle Conde Valandrés y dejé que el llanto y la pena lavasen de mi conciencia el rostro suave, las pestañas rizadas de Helena. Joder, qué buena estaba. Ya ves, parece una tontería, ¿eh? De Helena recuerdo todo, hasta la talla del sujetador, era ésta. Pero de ella, de la dueña ensoñadora de Petra, no recuerdo la cara. El olor sí, su ritmo sí, su paso, su reticencia a la velocidad y a los tocamientos, todo eso lo recuerdo a la perfección, pero de su cara, amigo, de su cara no recuerdo nada.

Como te he dicho, los sentimientos nunca han sido realmente importantes para mí, aunque hayan demostrado ser de gran ayuda en momentos de dolor y de angustia. Cuando tuve aquellos cólicos horrorosos, la presencia de su afecto resultó ser muy gratificante. ¿Me aproveché? Tal vez. No es que no la quisiera, pero está claro que cuando ella se ponía mala yo huía tan lejos como era posible, no soy capaz de soportar fluidos corporales de ningún tipo, ni delirios, ni desvanecimientos. Es solamente superior a mis fuerzas. Sin embargo ella se colocaba junto a mi cama, me agarraba la mano, me traía agua, toallas, estaba presente en las visitas médicas, me compraba las medicinas, en fin, como si fuese mi madre, pero mejor, más agradable a la vista y sin reprocharme nada, o al menos en voz alta. Qué poco sabía yo que los reproches los estaba guardando como arma arrojadiza para lanzar en cualquier momento. Los iba recogiendo uno a uno y yo sospecho que los guardaba entre pañuelos de algodón, bien esponjaditos, frescos y ahuecados, listos para usar en cuanto fuese necesario. Y qué bien los usó después. Uno detrás de otro los usaba para invalidar mis posturas, para echarme en cara que no era capaz de valerme por mí mismo, que no era apto para la toma de decisiones importantes. Yo siempre me mordía la lengua, porque su pecho sube y baja con frenesí cuando se enfada y coge un ritmo apabullante que me hipnotiza y me impide pensar. Cuando empezó esa nueva etapa conocí, entre muchas otras, a Danielle. Americana, morena, descendiente de mil sangres, conseguía que me entrasen ganas de recorrer el mundo, de andar lejos y no volver la vista atrás. Sacaba la basura todos los días durante al menos dos horas, siempre tenía reuniones de último momento en el trabajo, nunca tenía tiempo de llegar al almuerzo. Sus ojos verdes me tenían preso, la boca amplia y sincera, poblada por un ejército de dientes mansos y una lengua salvaje. Tenía aproximadamente 27 pecas, peca arriba, peca abajo, bajo los ojos y sobre la nariz, y la nariz respingona de artista de cine. Nunca me quedó realmente claro si sus pechos eran naturales u operados pero, ¿a quién le importaba? Era una diosa. Una diosa alegre y dicharachera que no se preocupaba por mí, que vivía una vida alocada a saber con quién más, me dejó colgado la muy zorra sin más explicaciones que la de “fue divertido” y una caricia en la mejilla. Entonces me di cuenta de que era casi imposible encontrar a alguien que realmente se preocupara, que realmente me quisiera. Seguramente al final sean ella y sus reproches los que tengan razón, no tengo la cabeza en mi sitio, porque aunque me convenza de que me muero de ganas de estar con ella, aunque me lo plantee con persistencia y aunque me haya levantado hoy, como cualquier otro día de estos últimos doce años, en su cama y en su almohada, lo único que puedo concluir es que no puedo recordar cómo es su cara.

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