domingo, 25 de abril de 2010

PREDATOR

“Life is hard. Soften it by placing both hands around it.

Suffocate it or rub it. Your call.”

Armand Baisoin

Cuando volvió en sí necesitó un momento para entender dónde estaba y cómo. A su alrededor el tiempo pasaba despacio. Sus ojos aún no eran capaces de percibir más que una tenue bruma, un escudo destinado a desaparecer y, con él, la protección de la ignorancia. Respiraba pesadamente introduciendo grandes bocanadas de aire enrarecido a través de su nariz y su boca, a veces intentando tragar una saliva que no estaba allí. Tenía los labios pastosos. Percibía el olor dulce de la sangre esparcida a su alrededor como si hubiese sido una dulce y efímera lluvia localizada. Fuera de su cuerpo el silencio taladraba sus oídos, dentro de su cuerpo los latidos de su corazón golpeaban las membranas de su cuerpo, su piel, las puntas de sus dedos. Cuando comenzó a ver con más nitidez no encontró a su alrededor más que un terreno yermo y oscuro de tierra negra y muerta bajo un cielo gris. Aquí y allí se veían las humaredas puntuales que habían seguido a la batalla de manera débil pero persistente, devorando los despojos con apenas alguna pequeña llama, mientras que las alimañas comenzaban a acercarse desde el horizonte. Las nubes se movían constantemente en un compás tan oscuro como carente de viento. Se sorprendió ante tanta calma y se dio un par de minutos antes de mirar a sus pies. Respiró al ritmo del aleteo de un buitre cercano. Debía hacerlo. Necesitaba hacerlo. Entonces fue cuando vio a su adversario. Desollado, abierto en canal, mutilado y esparcido por la negra tierra, vacío como los cerdos antes de ponerse a secar. Se sorprendió al adivinar en el rostro resignado del oponente el deseo de no resistirse con tal de que todo terminase pronto, a ser posible evitando el máximo de dolor. No había servido de nada, lo sabía. Había procedido de manera cuidadosa e intensa, lenta e inexorable. Su oponente había sufrido tanto desde el conocimiento como desde la ignorancia. Inconscientemente había planeado todos los caminos, y los había bloqueado uno por uno. Se limpió la comisura de los labios con la muñeca, donde encontró un trozo de tejido blando ensangrentado que en ese momento no era capaz de identificar. Intentó volver a tragar saliva. Seguía teniendo la boca pastosa. Probablemente la tierra y el polvo se habían mezclado con la sangre y las lágrimas. Tendría que esperar un poco a que todo se calmase. Paciencia, se dijo. A su mente comenzaban a llegar las vivencias de tan sólo minutos antes. La sed, la furia, la fuerza, el impulso. Si había tenido control de todo aquello, no era capaz de recordarlo. El crujido de los huesos. El ruido ensordecedor del combate. Las súplicas. Las negativas.


Las alimañas se acercaban a gran velocidad. Era el momento de salir. Volvió a mirar una vez más los restos de su adversario y se le encogió el corazón, pero ya no había marcha atrás.

Cerró su móvil y exhaló un suspiro. Se sorbió los mocos de la nariz, se limpió una lágrima que asomaba a sus ojos y cerró uno de los compartimentos de encima del fregadero. Se recolocó el pelo de alrededor de la cara mirando su reflejo en la ventana. Salió de la cocina y cerró la puerta tras de sí.

miércoles, 21 de abril de 2010

La vida es dura

Y se lo repetía una y otra vez. La vida es dura. Como un mantra. Todo el día. Toda la noche.

La vida es dura y eso lo explica todo. Explica mi sufrimiento, decía. Explica el que yo haga lo que haga, como lo hago y con quién lo hago. La vida es dura y no estoy dispuesta a que me pasen por encima, decía, la vida es dura.

La vida es dura y no quiero que me discutan. La vida es dura y todo va en mi contra. La vida es dura y yo ya tengo edad, ergo experiencia, para poder exigir lo que creo que me corresponde. Antes también pero ahora más. Porque la vida es dura y la llevo sufriendo muchos años. La vida es dura.

Me corresponde por tanto, se excusaba en el camino del baño a la puerta y de la puerta al baño, hacer ver a los demás cuán dura es mi vida y por qué no me tengo que andar con remilgos. No con nadie que no me tenga respeto. Y entendemos por respeto, respeto, ni más ni menos. El respeto se gana porque vivimos. Porque la vida es dura y la vida es sufrimiento, el que más aguanta más merece. Y yo ya llevo, en cualquier caso, más que la mitad de la población, así que bien lo merezco. Porque la vida es dura. Y yo me tengo que hacer valer.

La vida es dura, decía, cigarro tras cigarro, paso a paso, caminando por la habitación. Nadie puede conmigo porque ya bastante han podido antes. No puede ser que cualquiera pueda. Ya no. Ya no les corresponde, decía. No soy tan pequeña como todos piensan, no soy tan poca cosa.

Continuaba caminando a lo largo y ancho de la habitación.

Continuaba frunciendo el ceño y los labios. No, no, no, no soy una marioneta, no soy una muñeca, no soy un florero, no, no, no, no me la van a meter más, no lo acepto, no lo aguanto. No puedo permitirlo. Es una cuestión de honor. ¡De dignidad!

La vida es dura, decía, como un mantra. Todo el día. Toda la noche.