lunes, 11 de abril de 2011

Profecía autocumplida

Aquel día, como tantos otros, dedicó algo de tiempo a analizar su propia rutina; la lentitud de sus movimientos; el caminar pesado de su corazón. Se dio cuenta de que miraba embobada hacia la cocina desde el otro lado de sus pelos revueltos. La luz blanca de la mañana la guiaba mediante un camino rectísimo y limpísimo que se dibujaba en la tarima de roble. Se le ocurrió, como quien no quiere la cosa, de que un día tan aparentemente tranquilo tendría que acabar en barullo, o al menos en… ¿en qué estaba pensando? Excusó el atontamiento con la falta de café. No había desayunado todavía. No es que fuese lenta o que no consiguiese ordenar sus pensamientos, todo se reduce a que, simple y llanamente, no había tomado café. ¿Por qué lo necesito?, se preguntó, pero no estaba lo suficientemente despierta como para responder a su propia pregunta y dejó que el aire iluminado pasase entre sus dedos antes de llegar a la cafetera, servirse una taza y sentirse automáticamente mejor. Es la profecía autocumplida, se dijo, aquélla que por el simple hecho de afirmar un acontecimiento acaba por producirlo. Sorbió un poco y dejó la taza sobre la mesa. ¿Qué tenía que hacer esta mañana? No se acordaba. Decidió que debía vestirse si no quería llegar tarde al trabajo.

Cuando llegó al dormitorio descubrió un bulto extraño sobre la cama. Sorprendida por el hallazgo, se acercó a las arrugas de la colcha para levantarlas un poquito y descubrió, sin mucho entusiasmo, que debajo sólo se encontraba un chico desnudo de muy pequeña talla. Me ha salido un enanito entre las sábanas, qué fastidio, ¿ahora qué? Lo miró atentamente recostado como estaba sobre uno de sus costados mientras la respiración le subía y le bajaba el hombro. Pues buena la hemos hecho, se dijo, y yo me tengo que ir. Entonces se le ocurrió que seguramente fuese domingo y que eso lo explicaría todo.

Durante toda su vida, los domingos habían sido los mejores días de la semana. Cuando era pequeña iban a ver a su abuela quien, a cambio de acompañarla a misa, le llenaba los bolsillos de bombones y caramelos que comía ruidosamente durante el sermón del padre Manuel y que fueron la fuente feliz de casi todas sus caries. Cuando fue un poco mayor y sus padres se separaron, el domingo era el día en el que su padre, bolsas bajo los ojos, sonrisa en los labios, la recogía para irse a desayunar cerveza al bar de su casa. Ella siempre pedía chocolate con churros y una bola de plástico de la máquina, de las que costaban doscientas pesetas y tenían los juguetes más grandes, mientras su padre se tomaba la cerveza sorbo a sorbo y con cara alegre pero distante. Fumaba ducados y hablaba con Antonio, el dueño del bar, que siempre le miraba con una media sonrisa mezcla de ternura, paternalismo y sorna. No pasa nada, hombre, ¡si mientras no te peguen algo eso es sano! Sin ir más lejos, cuando mi mujer se va con su madre allí arriba, al pueblo, yo también… Y su padre sonreía tranquilamente detrás de la cerveza y se rascaba la entrepierna sin mirarla, porque como saben todos los niños pequeños, si tú no ves a ti no te ven. Un tiempo después, recién pasada su primera borrachera, decidió no beber nunca más. Se dedicó a la marihuana, el hachís, las anfetas y la cocaína, pero lo que realmente le gustaba era el ácido. Podía aguantar toda la noche del sábado con un zumo de naranja o una cocacola y cuando todos sus amigos perdían el sentido ella se metía un trocito de cartón en la boca y volaba. De un salto recorría todas las cimas de las montañas, corría al frente de un ejército de esqueletos, veía que todos los perros se reían con ella y buscaba en la oscuridad de la noche el destello electrizante de los peces de las profundidades abisales. Cuando pasó su fase química se descubrió levantándose temprano por la mañana todos los domingos, paseando entre los vómitos y encontrando aquí y allí verdaderas joyas, pendientes de plata, bolsos olvidados y alguna alianza de oro. Una vez se encontró las llaves de un audi, pero el coche no apareció, a pesar de que anduvo buscándolo por todo el barrio durante al menos hora y media. Pero nunca, nunca, se había encontrado un enano y menos en su propia cama. En cualquier caso seguro que era domingo, ¿cuándo si no iba a ocurrir una cosa semejante?

Siguió mirándolo lentamente. Tenía los brazos y las piernas cortos, la frente ancha, la mandíbula prominente, el pelo negro y ensortijado, la carne floja, el ombligo respingón. No mediría más de metro veinte. ¿Y de dónde he sacado yo un enano un domingo por la mañana? volvió a preguntarse y por más que lo intentó no encontró respuesta. La luz del día avanzaba hacia las nalgas del aparecido. No le parecieron feas, no en vano, se dijo, están mucho más prietas que el resto de su cuerpo, y recapacitó. El día anterior, que tendría que haber sido sábado necesariamente puesto ese día parecía ser domingo, no recordaba haber hecho nada fuera de lo normal. Los sábados solía ir al mercado, comprar para la semana, tomarse una cerveza con alguna amistad y volver a casa para trabajar un ratito por la tarde y organizar el camino, siempre más caótico, del resto de la semana. Se habría acostado temprano porque los domingos tenía tareas que hacer, a las que por cierto parecía estar faltando. Se le estaba yendo demasiado tiempo en averiguar de dónde procedía esa piel morena. Se decidió a despertarlo. Le tocó el hombro, al principio suavemente, después con más fuerza, y aquel señor ni se inmutaba. Probó a tocarle el brazo, la cara y el culo, a meterle papelillos por el oído y la nariz y a hacerle cosquillas en la planta de los pies, pero todo era en vano. Como chica resuelta que era, se decidió que al ser domingo y estársele permitidas las extravagancias por una ley propia y de alcance exclusivamente personal, podía aventurarse a darle la vuelta y mirarlo más detenidamente. Ella, que era al menos medio metro más alta que él, no tuvo ningún problema en colocarlo boca arriba para seguir con su exploración. Le miró el pecho y vio que era pequeño pero fuerte, y que se movía pesadamente al unísono con la barriga y el respingón ombligo. Tenía los genitales oscuros pero, para su sorpresa, de tamaño normal. Comenzó a acariciarle el pene y vio que se empalmaba, ¡vaya!, comentó, ahora sí reacciona. Aunque no fuese a hacerle la competencia a Nacho Vidal, tuvo que reconocer que las dimensiones del miembro eran perfectamente asumibles a cualquier hombre, como por ejemplo su ex Fernando, quien no podía presumir de sobrepasar con su virilidad la del pequeño que había aparecido entre sus sábanas. Se lo metió en la boca. Efectivamente, en el sabor tampoco difería en exceso. En aquel momento se le ocurrió pensar que quizá no acaba de aparecer, sino que a lo mejor había dormido con ella toda la noche. Tal pensamiento la asustó un poco hasta el punto de dejar la cama e irse al cuarto de baño donde haciendo malabarismos delante del espejo del lavabo intentó reconocer la presencia de algún resto dentro de su cuerpo. Por más que indagó y buscó, no encontró absolutamente nada digno de mención. Y viendo que la sensación era coherente con los hallazgos, no le dio más vueltas. Escuchó la alarma de su cuarto. Qué raro. No solía sonar los domingos.

Cuando volvió a la habitación se quedó perpleja. La luz del sol entraba con fuerza por la ventana. Normalmente cuando su despertador sonaba era todavía de noche. El enano había desaparecido y en su lugar había un señor mayor, vestido con traje de paño, que se sentaba en el borde derecho de la cama dándole la espalda y suspirando al tiempo que fumaba trabajosamente lo que parecía un cigarrillo de tabaco de liar.

“No me gusta que fumen en mi casa”, le increpó, bastante dolida.

“A mí no me gusta que me miren cuando duermo desnudo”, se giró levemente y mostró un rostro enjuto y un cráneo que parecía una bombilla invertida, esférico por arriba y puntiagudo por abajo. Dejaba crecer un pequeño bigote por debajo de la nariz y su piel estaba cubierta de manchas marrones del sol. Su voz aguda le recordaba vagamente a alguien. “y tú deberías ponerte algo más de ropa” replicó al ver sus piernas desnudas bajo la camisola.

“Perdone, pero ¿quién es usted y qué hace en mi casa?”

“Vaya cosas tienes, será qué haces tú en mi casa”, replicó él “Además, podrías buscarte un problema hablándome así, ¿o es que no sabes quién soy?”

“Pues no, no tengo ni idea, igual que no sé por qué me está diciendo estas cosas. Le ordeno que salga de mi casa”, y se iba ofuscando cada vez más, lo que se notaba en cómo aumentaba el volumen de su pecho al respirar y la tonalidad rojiza de su rostro.

“Querida, vístete, tráeme el café y ahora hablamos. Estaré en el salón”

“¿Querida? ¡Querida su pu…!” y aquel señor se dio la vuelta, la miró fijamente y ella no pudo hablar más. Bajó la cabeza y se aplicó a recoger todas las cosas del suelo, a ordenar el cuarto y a vestirse con parsimonia. Por un momento, dudó. Quizá no estaba en su propia casa. O quizá no era domingo. Dejó escapar una lágrima y se vistió a duras penas con lo que encontró. Al salir del cuarto fue directamente a la cocina donde vio que la cafetera grande no sólo estaba encendida, sino lista con una jarra entera de café, junto a la que había una gran bandeja de plata llena de pasteles de pasas, de almendras, de pistacho, de merengue, de tocino de cielo y de chocolate. Sintió una opresión en el pecho. Escuchaba la voz aguda del señor mayor desde el salón mientras conversaba alegremente al tiempo que tocaban una música de orquesta tranquila, como de los años 20. Se asomó al salón desde la puerta de la cocina y el sol se escondió tras las nubes. La luz mortecina que entraba entre los visillos de tul mostraba un grupo bastante homogéneo de gente. “La verdad es que la misa ha sido magnífica hoy”, “Sí, y qué me dices del vestido que llevaba doña Elena esta mañana, se lo compró en París, qué delicia”, “Todo el mundo sabe que si alguien sabe de gusto son los parisinos, chica, mi prima se compró…”, “Y todo el mundo sabe que si alguien sabe divertirse son los franceses, ¿no es cierto? ¡Jaja…!”, “Yo qué quiere que le diga, tal y como está el comercio…”, “Pues no diga usted, que la uva ha mejorado muchísimo”… Los invitados charlaban alegremente tras los vasitos pequeños de anís, sentados en los sofás de los domingos, adecuadamente descubiertos para la ocasión, alrededor de la mesa de forja y vidrio que tenían en la salita. Todas las mujeres llevaban la falda oscura por debajo de las rodillas y miraban hacia la señora cuya mano cogía el señor con cariño desafeccionado, para agasajarla con cumplidos sobre éste o aquél candelabro y sobre éste o aquél marco de fotografía. Sintió frío por todo el cuerpo, “Debe ser la tarde, que ha bajado la temperatura”, pensó. De aquí a poco tendría que ir a por leña para encender la chimenea y la estufa del cuarto de los señores. En ese mismo instante una mirada aguda del señor mayor intensificó la sensación, mientras veía a lo lejos cómo apretaba la mano de su mujer con mucha más fuerza. Le hizo un gesto casi invisible de que fuera. Ella se llevó la mano a los labios, avergonzada, sufriendo, se centró la cofia y se alisó el delantal para ir a coger otra bandeja de plata donde colocar el café, la leche, el azúcar y las tazas de porcelana china, una maravilla que trajo un buen amigo del señor de un viaje de negocios. Estiró la espalda y salió hacia la sala. Le cosquilleaba el estómago. Le ardían las piernas. Algo no le cuadraba… Sin embargo, era domingo, de eso podía estar segura. El señor entreabrió los labios al verla llegar. Ella entornó los ojos. Esa era su casa. Era su vida.

“Todos fuera de aquí”, susurró.

“¿Has dicho algo, querida?” le preguntó la señora.

Y ella, con lágrimas en los ojos, respondió “Nada. Nada de nada”. Y acto seguido dejó caer la bandeja al suelo, comenzó a gritar, tiró cojines por la ventana y golpeó todo lo que pudo con lo que tenía más a la mano. Los demás se estuvieron quietos mientras ella se adelantaba hacia la afonía, gritaba hasta el límite de sus posibilidades, rompía los cubos, los peluches y las sillas que encontraba a su paso. Durante todo ese tiempo, dos pares de ojos preocupados miraban desde el otro lado de la ventana, lejos de la luz blanca, homogénea, perfecta.

“Dijo que sería reversible”

“Y lo es. Ha tenido que fallar algo. El código ha funcionado siempre perfectamente hasta el día de hoy, lo hemos probado en innumerables ocasiones y siempre ha tenido un resultado satisfactorio, la programación es impecable, contratamos a los mejores, no sé qué ha podido fallar”

“Me da igual lo que haya fallado. Prefiero lo que tenía antes a lo que me ofrece ahora. Dijo que sería reversible, pues reviértalo”

“Estoy haciendo todo lo que puedo, nuestros protocolos son claros, se han revisado y refinado durante años en una labor ingente que usted no podría comprender. Podría estar días explicándole lo precisos que son. No consigo revertirlo. Ha sido algo externo a nosotros lo que ha fallado. Creo que ella no está en condiciones”

“Claro que no está en condiciones, es obvio. Y por dios, bájele a eso”

El ingeniero de la bata blanca presionó el botón de mute mientras al otro lado de la ventana los pelos alborotados de ella seguían persiguiendo incansables una cabeza imprevisible y agitada.

“Ahora reviértalo”

“No funciona”

“No puedo llevármela así. ¿Cómo voy a explicarles a nuestros hijos? ¿Qué van a pensar de su madre?”

“Si usted no tiene inconveniente, podemos dejarla en custodia, ya sabe que nuestras instalaciones son de primera calidad. Quizá sea cuestión de tiempo que se acostumbre al tratamiento. Hay algunas que son más lentas que otras”

El marido exhaló profundamente, dedicó una mirada grave al ingeniero y tras cruzar los brazos y llevarse la mano derecha a la parte anterior del rostro, dijo.

“Eso está bien para el futuro. ¿Y ahora qué?”

“Déjenosla. Siempre ha podido irse de viaje de modo inesperado”

“Largo viaje me temo que puede ser este.”

Y el marido, atemorizado por el pensamiento de tener que ponerse a la búsqueda, una vez más, de una compañera adecuada, miraba desde el otro lado del cristal la maraña de pelos, babas y girones que se desgañitaba sin respiro desde hacía más de media hora.

domingo, 23 de enero de 2011

Lo cierto es que no puedo recordar su cara

Lo cierto es que no puedo recordar su cara. Lo intento, me esfuerzo, pero no puedo. No soy capaz. Recuerdo los detalles más tontos, algún olor perdido, este roce o aquél, pero de su cara nada. Tampoco es un tema que me haya preocupado gran cosa. De hecho, no me lo había planteado nunca, no porque estuviese seguro de recordarla, sino porque tampoco era un tema de mi interés. Estas ñoñerías quedan lejos de lo que yo pueda considerar estimulante. No se me entienda mal, cuando me refiero a las ñoñerías hablo de esto de los recuerdos, de la nostalgia moña del que quiere estar siempre en contacto con sus sentimientos más profundos. A mí siempre me ha dado la impresión de que ese comportamiento aleja a las personas de la realidad del día a día, de las necesidades más cercanas, alienándolos en un mundo irreal y siempre en pasado o siempre en futuro que deja de lado el presente y el valor de las acciones efectivas. En cualquier caso hoy, como cualquier otro día, contigo, frente a este café mísero y ya que me lo preguntas, yo te contesto: no puedo. No recuerdo su cara.

Recuerdo el día que la vi por primera vez, cuando la conocí. Paseaba por un barranco de segunda un día espléndido de primavera. Caminaba junto a Petra, su perra, una mezcla de mastín y pastor alemán, a lo largo de una pasarela de madera que alguien había construido entre una sucesión interminable de muros de contención de hormigón y la vegetación profusa. Me parece recordar que aquél año había llovido mucho, algo extraordinario, y de todas partes brotaba el agua y la vegetación y, con ellos, las golondrinas, abubillas y demás alimañas que parecían cruzarse a su paso. Ella caminaba con un paso rítmico y pausado dirigiendo con cierta distancia los movimientos de Petra, una perra tan tonta como fea, que se dedicaba a explorarlo todo y a ladrarle a todo. Mientras caminaba, palmeaba el grueso pasamanos de madera que, formado por pequeños troncos colocados entre postes algo lejanos entre sí, generaba una música exótica y misteriosa, completamente desentonada, con un ritmo similar al de los pasos de semana santa. El aire olía a húmedo y a verde, el cielo estaba limpio y entre paso y paso sólo se escuchaba el ladrido lejano de Petra llamando la atención sobre cualquier hormiga o cualquier salto de agua. Veía cómo ambas se acercaban, ella manteniendo una postura perfecta y un caminar equilibrado. Me senté en un banco y esperé. Recuerdo que la tonta de Petra vino hacia mí enseguida, se me enfrentó y comenzó a ladrar sin parar. Seguramente fue ella la que consiguió que se me acercase finalmente y me hablase. Haciendo poco honor a su nombre, Petra murió tres meses más tarde sin haber cumplido los dos años. Pero debo agradecerle que la trajese hacia mí. Recuerdo una piel perfecta, una sonrisa espléndida. Pero su rostro no. No lo recuerdo.

En aquella época, e intentando hacer gala de lo que yo entendía como hombría, me estaba viendo con Helena. Oh, Helena, de la piel delicada, los pechos grandes y turgentes, la conversación vacía y la cabeza llena de pájaros. Sólo mirarla me producía una erección casi automática. Sin embargo, y sin que sirva de precedente, cuando supe mediante sms que Petra había muerto y que se necesitaba mi hombro como apoyo y fuente de afecto no tuve la más mínima duda y la dejé en un café sombrío con la sonrisa torcida. “Tengo que irme”, le dije mientras dejaba un euro y medio y recogía la chaqueta, “ha surgido un imprevisto, ya te llamaré”. Ella intentó en vano preguntarme qué era, que la dejaba preocupada, pero no le di tiempo más que a suspirar y a decirme adiós. Yo sabía a lo que me atenía, me acerqué corriendo a la esquina de la calle Conde Valandrés y dejé que el llanto y la pena lavasen de mi conciencia el rostro suave, las pestañas rizadas de Helena. Joder, qué buena estaba. Ya ves, parece una tontería, ¿eh? De Helena recuerdo todo, hasta la talla del sujetador, era ésta. Pero de ella, de la dueña ensoñadora de Petra, no recuerdo la cara. El olor sí, su ritmo sí, su paso, su reticencia a la velocidad y a los tocamientos, todo eso lo recuerdo a la perfección, pero de su cara, amigo, de su cara no recuerdo nada.

Como te he dicho, los sentimientos nunca han sido realmente importantes para mí, aunque hayan demostrado ser de gran ayuda en momentos de dolor y de angustia. Cuando tuve aquellos cólicos horrorosos, la presencia de su afecto resultó ser muy gratificante. ¿Me aproveché? Tal vez. No es que no la quisiera, pero está claro que cuando ella se ponía mala yo huía tan lejos como era posible, no soy capaz de soportar fluidos corporales de ningún tipo, ni delirios, ni desvanecimientos. Es solamente superior a mis fuerzas. Sin embargo ella se colocaba junto a mi cama, me agarraba la mano, me traía agua, toallas, estaba presente en las visitas médicas, me compraba las medicinas, en fin, como si fuese mi madre, pero mejor, más agradable a la vista y sin reprocharme nada, o al menos en voz alta. Qué poco sabía yo que los reproches los estaba guardando como arma arrojadiza para lanzar en cualquier momento. Los iba recogiendo uno a uno y yo sospecho que los guardaba entre pañuelos de algodón, bien esponjaditos, frescos y ahuecados, listos para usar en cuanto fuese necesario. Y qué bien los usó después. Uno detrás de otro los usaba para invalidar mis posturas, para echarme en cara que no era capaz de valerme por mí mismo, que no era apto para la toma de decisiones importantes. Yo siempre me mordía la lengua, porque su pecho sube y baja con frenesí cuando se enfada y coge un ritmo apabullante que me hipnotiza y me impide pensar. Cuando empezó esa nueva etapa conocí, entre muchas otras, a Danielle. Americana, morena, descendiente de mil sangres, conseguía que me entrasen ganas de recorrer el mundo, de andar lejos y no volver la vista atrás. Sacaba la basura todos los días durante al menos dos horas, siempre tenía reuniones de último momento en el trabajo, nunca tenía tiempo de llegar al almuerzo. Sus ojos verdes me tenían preso, la boca amplia y sincera, poblada por un ejército de dientes mansos y una lengua salvaje. Tenía aproximadamente 27 pecas, peca arriba, peca abajo, bajo los ojos y sobre la nariz, y la nariz respingona de artista de cine. Nunca me quedó realmente claro si sus pechos eran naturales u operados pero, ¿a quién le importaba? Era una diosa. Una diosa alegre y dicharachera que no se preocupaba por mí, que vivía una vida alocada a saber con quién más, me dejó colgado la muy zorra sin más explicaciones que la de “fue divertido” y una caricia en la mejilla. Entonces me di cuenta de que era casi imposible encontrar a alguien que realmente se preocupara, que realmente me quisiera. Seguramente al final sean ella y sus reproches los que tengan razón, no tengo la cabeza en mi sitio, porque aunque me convenza de que me muero de ganas de estar con ella, aunque me lo plantee con persistencia y aunque me haya levantado hoy, como cualquier otro día de estos últimos doce años, en su cama y en su almohada, lo único que puedo concluir es que no puedo recordar cómo es su cara.

I WANT TO BE POPULAR

Andrés apenas podía sostenerse sobre sus propios pies. Ante sus ojos las cosas parecían dejar tras de sí una estela hermosa pero desconcertante, las luces bailaban, las personas parecían todas igualmente hermosas u horrendas, una apariencia borrosa pero en cualquier caso amigable, de las que sólo distinguía, a veces, a su nuevo mejor amigo, Santiago, con quien compartía un apoyo recíproco disfrazado de abrazo. Se desplazaban lentamente bajando la calle Reyes Católicos con los restos aguados de una copa en la mano. Hacía tiempo que no notaba el frío que le producía en el cuello el aire de diciembre que se mezclaba juguetonamente con los restos de un Bombay Saphire-limón que no había podido evitar derramarse encima por completo. No se acordó, puesto que estaba muy ocupado, de que los años no perdonaban y que su rostro juvenil engañaba a muchas menos a sus tripas, que se revolverían, necesaria, inexorable e incesantemente todo el día de mañana. Reía, sólo se acordaba de reír y, ocasionalmente, de un artículo infame que tendría que tener preparado a las cuatro de la tarde sobre un tema aún por determinar. Escupiendo ligeramente, comentaba con Santiago los placeres nunca experimentados del nómada, el bardo y el indigente, que pueden vivir sin más propiedad que lo que cabe en sus bolsillos, sin más preocupación que la de no perder más sol ni más vino que el estrictamente necesario y sin más obligaciones que las propias de su alma, poder sentir la vida tocando con la punta de los dedos los puentes, los árboles y las piedras del camino, tan lejos, tanto literal como figuradamente, del teclado del ordenador. Una pluma, sólo nos haría falta cruzarnos con un ganso y robarle una pluma, le contestaba Santiago, una pluma suave y fresca como la piel de una mujer, como la piel de esa rubia que pasa, mira, mira… ¡ay! De esa misma, ¿no te parece? Me parece, me parece, pero tenemos tantas posibilidades de acostarnos hoy con esa rubia que como de cruzarnos con un ganso, Sí te parece, ay, no hay gansos en esta ciudad, No, no hay gansos en esta ciudad mágica, los gansos son terrenales, decía Andrés, y por eso son dignos de admiración y veneración, Yo no sé de qué hablas, mi hermano, pero me parece bien, Eso es, está bien que te parezca bien, no tienes que compartirlo pero puedes aceptarlo, Cierto, lo acepto, pero no más a raticos, que si no cómo podríamos justificar nuestra falta de aceptación hacia los intransigentes, Claro, claro, no jodas, cómo si no,… Y así fueron, haciendo eses, hasta la General, donde torcieron a la derecha para dirigirse a la Plaza de los Lobos. La calle Mesones y sus floreros colgantes, a duras penas resistiendo los rigores del invierno, acogieron junto a las luces navideñas a los borrachos soñadores y risueños, quienes a duras penas resistían los rigores del alcohol y amagaban con vomitar en la esquina de cualquier tienda pija frente a la mirada a veces atónita a veces empática de los grupos de personas que regresaban también a casa desde la Vogue. Chain, chain, chain… Chain of fools… ¿qué cantas? Preguntó Andrés. Santiago pudo a duras penas entonar de nuevo una versión bastante libre de la canción de soul “Chain of fools” de Aretha Franklin. ¿No la conoces? Chain, chain, chaaaaaaain… ¡Ah!... y ¿eso ahora a qué viene? Porque somos una gran cantidad de pringaos, como dirían aquí, siempre vendiendo una imagen, ¿pero de qué hablas? ¿Qué imagen? Imagen de que tenemos personalidad, de que somos diferentes, probar constantemente que las bobadas que dicen sobre nosotros por ahí son verdad, para que te lean y para que te escuchen en este mundo de mierda te tiene que preceder la leyenda, tienes que ser excepcional y demostrarlo a cada puto momento, ¿que no te das cuenta? Estás borracho, amigo, nuevo mejor amigo, somos diferentes, siempre lo hemos sido, los raros en el colegio, los interesantes en el instituto, los preferidos en la universidad, no todo el mundo puede llegar a eso, y tú, , querido mío, al igual que yo, yo, hemos llegado porque no somos como todo el mundo, Bueno, bueno, que no seamos como los demás no significa que seamos mejores… tampoco significa nada de nada… Significa que hemos sabido demostrar lo que quizá sea indemostrable, quién puede decir quién tiene más capacidad, yo me dejé demasiada gente allá que era fabulosa y nunca saldrá, es fabulosa pero ni ellos mismos lo saben, no están donde tienen que estar, una mierda, eso somos en comparación con ellos, una mierda, porque yo estuve en el sitio adecuado por casualidad, sólo eso, casualidad… tío, ¿qué es eso tan enorme? ¿Aún no habías visto la Catedral? No, es imponente, Es imponente y parece que se te va a caer encima, Todo se cae, Sí, todo se nos cae, pero nosotros no caemos, no caeremos, No hemos empezado a despegar aún, sólo escribimos articulillos de mierda en publicaciones locales, pero tenemos que aparentar ser dioses, Demostraremos ser dioses, No quiero demostrar nada, Entonces lo mostraremos, no tendremos más remedio que mostrarnos nosotros mismos… ¿Desnudos nos mostramos? Jaja, no, desnudos no, o al menos no todavía, yo te muestro a ti, tú me muestras a mí, nos mostramos los dos y que parezca un accidente, yo…

Y Andrés vomitó largo y tendido sobre la escalinata de la Plaza de la Catedral. No podía contener los espasmos de su estómago, no habría podido ni aun siendo consciente de que su casa quedaba a tan sólo doscientos metros de allí. Terminó por quitarse la bufanda húmeda, miró a Santiago, le sonrió a duras penas y repitió: Que parezca un accidente.

A la tarde siguiente, recién levantado y a una hora de la entrega de su reseña semanal, consiguió escribir, a duras penas, una muy positiva e imaginativa crítica a la obra “Los Animales Salvajes” de Santiago Valdés. Mientras volvía al baño para procurar rematar la resaca, fantaseó con que, con un poco de suerte, Valdés, aquel amigo que de nada conocía, pensaba en él en ese preciso instante y que, con un poco de suerte, también escribía sobre él.

domingo, 25 de abril de 2010

PREDATOR

“Life is hard. Soften it by placing both hands around it.

Suffocate it or rub it. Your call.”

Armand Baisoin

Cuando volvió en sí necesitó un momento para entender dónde estaba y cómo. A su alrededor el tiempo pasaba despacio. Sus ojos aún no eran capaces de percibir más que una tenue bruma, un escudo destinado a desaparecer y, con él, la protección de la ignorancia. Respiraba pesadamente introduciendo grandes bocanadas de aire enrarecido a través de su nariz y su boca, a veces intentando tragar una saliva que no estaba allí. Tenía los labios pastosos. Percibía el olor dulce de la sangre esparcida a su alrededor como si hubiese sido una dulce y efímera lluvia localizada. Fuera de su cuerpo el silencio taladraba sus oídos, dentro de su cuerpo los latidos de su corazón golpeaban las membranas de su cuerpo, su piel, las puntas de sus dedos. Cuando comenzó a ver con más nitidez no encontró a su alrededor más que un terreno yermo y oscuro de tierra negra y muerta bajo un cielo gris. Aquí y allí se veían las humaredas puntuales que habían seguido a la batalla de manera débil pero persistente, devorando los despojos con apenas alguna pequeña llama, mientras que las alimañas comenzaban a acercarse desde el horizonte. Las nubes se movían constantemente en un compás tan oscuro como carente de viento. Se sorprendió ante tanta calma y se dio un par de minutos antes de mirar a sus pies. Respiró al ritmo del aleteo de un buitre cercano. Debía hacerlo. Necesitaba hacerlo. Entonces fue cuando vio a su adversario. Desollado, abierto en canal, mutilado y esparcido por la negra tierra, vacío como los cerdos antes de ponerse a secar. Se sorprendió al adivinar en el rostro resignado del oponente el deseo de no resistirse con tal de que todo terminase pronto, a ser posible evitando el máximo de dolor. No había servido de nada, lo sabía. Había procedido de manera cuidadosa e intensa, lenta e inexorable. Su oponente había sufrido tanto desde el conocimiento como desde la ignorancia. Inconscientemente había planeado todos los caminos, y los había bloqueado uno por uno. Se limpió la comisura de los labios con la muñeca, donde encontró un trozo de tejido blando ensangrentado que en ese momento no era capaz de identificar. Intentó volver a tragar saliva. Seguía teniendo la boca pastosa. Probablemente la tierra y el polvo se habían mezclado con la sangre y las lágrimas. Tendría que esperar un poco a que todo se calmase. Paciencia, se dijo. A su mente comenzaban a llegar las vivencias de tan sólo minutos antes. La sed, la furia, la fuerza, el impulso. Si había tenido control de todo aquello, no era capaz de recordarlo. El crujido de los huesos. El ruido ensordecedor del combate. Las súplicas. Las negativas.


Las alimañas se acercaban a gran velocidad. Era el momento de salir. Volvió a mirar una vez más los restos de su adversario y se le encogió el corazón, pero ya no había marcha atrás.

Cerró su móvil y exhaló un suspiro. Se sorbió los mocos de la nariz, se limpió una lágrima que asomaba a sus ojos y cerró uno de los compartimentos de encima del fregadero. Se recolocó el pelo de alrededor de la cara mirando su reflejo en la ventana. Salió de la cocina y cerró la puerta tras de sí.