lunes, 11 de abril de 2011

Profecía autocumplida

Aquel día, como tantos otros, dedicó algo de tiempo a analizar su propia rutina; la lentitud de sus movimientos; el caminar pesado de su corazón. Se dio cuenta de que miraba embobada hacia la cocina desde el otro lado de sus pelos revueltos. La luz blanca de la mañana la guiaba mediante un camino rectísimo y limpísimo que se dibujaba en la tarima de roble. Se le ocurrió, como quien no quiere la cosa, de que un día tan aparentemente tranquilo tendría que acabar en barullo, o al menos en… ¿en qué estaba pensando? Excusó el atontamiento con la falta de café. No había desayunado todavía. No es que fuese lenta o que no consiguiese ordenar sus pensamientos, todo se reduce a que, simple y llanamente, no había tomado café. ¿Por qué lo necesito?, se preguntó, pero no estaba lo suficientemente despierta como para responder a su propia pregunta y dejó que el aire iluminado pasase entre sus dedos antes de llegar a la cafetera, servirse una taza y sentirse automáticamente mejor. Es la profecía autocumplida, se dijo, aquélla que por el simple hecho de afirmar un acontecimiento acaba por producirlo. Sorbió un poco y dejó la taza sobre la mesa. ¿Qué tenía que hacer esta mañana? No se acordaba. Decidió que debía vestirse si no quería llegar tarde al trabajo.

Cuando llegó al dormitorio descubrió un bulto extraño sobre la cama. Sorprendida por el hallazgo, se acercó a las arrugas de la colcha para levantarlas un poquito y descubrió, sin mucho entusiasmo, que debajo sólo se encontraba un chico desnudo de muy pequeña talla. Me ha salido un enanito entre las sábanas, qué fastidio, ¿ahora qué? Lo miró atentamente recostado como estaba sobre uno de sus costados mientras la respiración le subía y le bajaba el hombro. Pues buena la hemos hecho, se dijo, y yo me tengo que ir. Entonces se le ocurrió que seguramente fuese domingo y que eso lo explicaría todo.

Durante toda su vida, los domingos habían sido los mejores días de la semana. Cuando era pequeña iban a ver a su abuela quien, a cambio de acompañarla a misa, le llenaba los bolsillos de bombones y caramelos que comía ruidosamente durante el sermón del padre Manuel y que fueron la fuente feliz de casi todas sus caries. Cuando fue un poco mayor y sus padres se separaron, el domingo era el día en el que su padre, bolsas bajo los ojos, sonrisa en los labios, la recogía para irse a desayunar cerveza al bar de su casa. Ella siempre pedía chocolate con churros y una bola de plástico de la máquina, de las que costaban doscientas pesetas y tenían los juguetes más grandes, mientras su padre se tomaba la cerveza sorbo a sorbo y con cara alegre pero distante. Fumaba ducados y hablaba con Antonio, el dueño del bar, que siempre le miraba con una media sonrisa mezcla de ternura, paternalismo y sorna. No pasa nada, hombre, ¡si mientras no te peguen algo eso es sano! Sin ir más lejos, cuando mi mujer se va con su madre allí arriba, al pueblo, yo también… Y su padre sonreía tranquilamente detrás de la cerveza y se rascaba la entrepierna sin mirarla, porque como saben todos los niños pequeños, si tú no ves a ti no te ven. Un tiempo después, recién pasada su primera borrachera, decidió no beber nunca más. Se dedicó a la marihuana, el hachís, las anfetas y la cocaína, pero lo que realmente le gustaba era el ácido. Podía aguantar toda la noche del sábado con un zumo de naranja o una cocacola y cuando todos sus amigos perdían el sentido ella se metía un trocito de cartón en la boca y volaba. De un salto recorría todas las cimas de las montañas, corría al frente de un ejército de esqueletos, veía que todos los perros se reían con ella y buscaba en la oscuridad de la noche el destello electrizante de los peces de las profundidades abisales. Cuando pasó su fase química se descubrió levantándose temprano por la mañana todos los domingos, paseando entre los vómitos y encontrando aquí y allí verdaderas joyas, pendientes de plata, bolsos olvidados y alguna alianza de oro. Una vez se encontró las llaves de un audi, pero el coche no apareció, a pesar de que anduvo buscándolo por todo el barrio durante al menos hora y media. Pero nunca, nunca, se había encontrado un enano y menos en su propia cama. En cualquier caso seguro que era domingo, ¿cuándo si no iba a ocurrir una cosa semejante?

Siguió mirándolo lentamente. Tenía los brazos y las piernas cortos, la frente ancha, la mandíbula prominente, el pelo negro y ensortijado, la carne floja, el ombligo respingón. No mediría más de metro veinte. ¿Y de dónde he sacado yo un enano un domingo por la mañana? volvió a preguntarse y por más que lo intentó no encontró respuesta. La luz del día avanzaba hacia las nalgas del aparecido. No le parecieron feas, no en vano, se dijo, están mucho más prietas que el resto de su cuerpo, y recapacitó. El día anterior, que tendría que haber sido sábado necesariamente puesto ese día parecía ser domingo, no recordaba haber hecho nada fuera de lo normal. Los sábados solía ir al mercado, comprar para la semana, tomarse una cerveza con alguna amistad y volver a casa para trabajar un ratito por la tarde y organizar el camino, siempre más caótico, del resto de la semana. Se habría acostado temprano porque los domingos tenía tareas que hacer, a las que por cierto parecía estar faltando. Se le estaba yendo demasiado tiempo en averiguar de dónde procedía esa piel morena. Se decidió a despertarlo. Le tocó el hombro, al principio suavemente, después con más fuerza, y aquel señor ni se inmutaba. Probó a tocarle el brazo, la cara y el culo, a meterle papelillos por el oído y la nariz y a hacerle cosquillas en la planta de los pies, pero todo era en vano. Como chica resuelta que era, se decidió que al ser domingo y estársele permitidas las extravagancias por una ley propia y de alcance exclusivamente personal, podía aventurarse a darle la vuelta y mirarlo más detenidamente. Ella, que era al menos medio metro más alta que él, no tuvo ningún problema en colocarlo boca arriba para seguir con su exploración. Le miró el pecho y vio que era pequeño pero fuerte, y que se movía pesadamente al unísono con la barriga y el respingón ombligo. Tenía los genitales oscuros pero, para su sorpresa, de tamaño normal. Comenzó a acariciarle el pene y vio que se empalmaba, ¡vaya!, comentó, ahora sí reacciona. Aunque no fuese a hacerle la competencia a Nacho Vidal, tuvo que reconocer que las dimensiones del miembro eran perfectamente asumibles a cualquier hombre, como por ejemplo su ex Fernando, quien no podía presumir de sobrepasar con su virilidad la del pequeño que había aparecido entre sus sábanas. Se lo metió en la boca. Efectivamente, en el sabor tampoco difería en exceso. En aquel momento se le ocurrió pensar que quizá no acaba de aparecer, sino que a lo mejor había dormido con ella toda la noche. Tal pensamiento la asustó un poco hasta el punto de dejar la cama e irse al cuarto de baño donde haciendo malabarismos delante del espejo del lavabo intentó reconocer la presencia de algún resto dentro de su cuerpo. Por más que indagó y buscó, no encontró absolutamente nada digno de mención. Y viendo que la sensación era coherente con los hallazgos, no le dio más vueltas. Escuchó la alarma de su cuarto. Qué raro. No solía sonar los domingos.

Cuando volvió a la habitación se quedó perpleja. La luz del sol entraba con fuerza por la ventana. Normalmente cuando su despertador sonaba era todavía de noche. El enano había desaparecido y en su lugar había un señor mayor, vestido con traje de paño, que se sentaba en el borde derecho de la cama dándole la espalda y suspirando al tiempo que fumaba trabajosamente lo que parecía un cigarrillo de tabaco de liar.

“No me gusta que fumen en mi casa”, le increpó, bastante dolida.

“A mí no me gusta que me miren cuando duermo desnudo”, se giró levemente y mostró un rostro enjuto y un cráneo que parecía una bombilla invertida, esférico por arriba y puntiagudo por abajo. Dejaba crecer un pequeño bigote por debajo de la nariz y su piel estaba cubierta de manchas marrones del sol. Su voz aguda le recordaba vagamente a alguien. “y tú deberías ponerte algo más de ropa” replicó al ver sus piernas desnudas bajo la camisola.

“Perdone, pero ¿quién es usted y qué hace en mi casa?”

“Vaya cosas tienes, será qué haces tú en mi casa”, replicó él “Además, podrías buscarte un problema hablándome así, ¿o es que no sabes quién soy?”

“Pues no, no tengo ni idea, igual que no sé por qué me está diciendo estas cosas. Le ordeno que salga de mi casa”, y se iba ofuscando cada vez más, lo que se notaba en cómo aumentaba el volumen de su pecho al respirar y la tonalidad rojiza de su rostro.

“Querida, vístete, tráeme el café y ahora hablamos. Estaré en el salón”

“¿Querida? ¡Querida su pu…!” y aquel señor se dio la vuelta, la miró fijamente y ella no pudo hablar más. Bajó la cabeza y se aplicó a recoger todas las cosas del suelo, a ordenar el cuarto y a vestirse con parsimonia. Por un momento, dudó. Quizá no estaba en su propia casa. O quizá no era domingo. Dejó escapar una lágrima y se vistió a duras penas con lo que encontró. Al salir del cuarto fue directamente a la cocina donde vio que la cafetera grande no sólo estaba encendida, sino lista con una jarra entera de café, junto a la que había una gran bandeja de plata llena de pasteles de pasas, de almendras, de pistacho, de merengue, de tocino de cielo y de chocolate. Sintió una opresión en el pecho. Escuchaba la voz aguda del señor mayor desde el salón mientras conversaba alegremente al tiempo que tocaban una música de orquesta tranquila, como de los años 20. Se asomó al salón desde la puerta de la cocina y el sol se escondió tras las nubes. La luz mortecina que entraba entre los visillos de tul mostraba un grupo bastante homogéneo de gente. “La verdad es que la misa ha sido magnífica hoy”, “Sí, y qué me dices del vestido que llevaba doña Elena esta mañana, se lo compró en París, qué delicia”, “Todo el mundo sabe que si alguien sabe de gusto son los parisinos, chica, mi prima se compró…”, “Y todo el mundo sabe que si alguien sabe divertirse son los franceses, ¿no es cierto? ¡Jaja…!”, “Yo qué quiere que le diga, tal y como está el comercio…”, “Pues no diga usted, que la uva ha mejorado muchísimo”… Los invitados charlaban alegremente tras los vasitos pequeños de anís, sentados en los sofás de los domingos, adecuadamente descubiertos para la ocasión, alrededor de la mesa de forja y vidrio que tenían en la salita. Todas las mujeres llevaban la falda oscura por debajo de las rodillas y miraban hacia la señora cuya mano cogía el señor con cariño desafeccionado, para agasajarla con cumplidos sobre éste o aquél candelabro y sobre éste o aquél marco de fotografía. Sintió frío por todo el cuerpo, “Debe ser la tarde, que ha bajado la temperatura”, pensó. De aquí a poco tendría que ir a por leña para encender la chimenea y la estufa del cuarto de los señores. En ese mismo instante una mirada aguda del señor mayor intensificó la sensación, mientras veía a lo lejos cómo apretaba la mano de su mujer con mucha más fuerza. Le hizo un gesto casi invisible de que fuera. Ella se llevó la mano a los labios, avergonzada, sufriendo, se centró la cofia y se alisó el delantal para ir a coger otra bandeja de plata donde colocar el café, la leche, el azúcar y las tazas de porcelana china, una maravilla que trajo un buen amigo del señor de un viaje de negocios. Estiró la espalda y salió hacia la sala. Le cosquilleaba el estómago. Le ardían las piernas. Algo no le cuadraba… Sin embargo, era domingo, de eso podía estar segura. El señor entreabrió los labios al verla llegar. Ella entornó los ojos. Esa era su casa. Era su vida.

“Todos fuera de aquí”, susurró.

“¿Has dicho algo, querida?” le preguntó la señora.

Y ella, con lágrimas en los ojos, respondió “Nada. Nada de nada”. Y acto seguido dejó caer la bandeja al suelo, comenzó a gritar, tiró cojines por la ventana y golpeó todo lo que pudo con lo que tenía más a la mano. Los demás se estuvieron quietos mientras ella se adelantaba hacia la afonía, gritaba hasta el límite de sus posibilidades, rompía los cubos, los peluches y las sillas que encontraba a su paso. Durante todo ese tiempo, dos pares de ojos preocupados miraban desde el otro lado de la ventana, lejos de la luz blanca, homogénea, perfecta.

“Dijo que sería reversible”

“Y lo es. Ha tenido que fallar algo. El código ha funcionado siempre perfectamente hasta el día de hoy, lo hemos probado en innumerables ocasiones y siempre ha tenido un resultado satisfactorio, la programación es impecable, contratamos a los mejores, no sé qué ha podido fallar”

“Me da igual lo que haya fallado. Prefiero lo que tenía antes a lo que me ofrece ahora. Dijo que sería reversible, pues reviértalo”

“Estoy haciendo todo lo que puedo, nuestros protocolos son claros, se han revisado y refinado durante años en una labor ingente que usted no podría comprender. Podría estar días explicándole lo precisos que son. No consigo revertirlo. Ha sido algo externo a nosotros lo que ha fallado. Creo que ella no está en condiciones”

“Claro que no está en condiciones, es obvio. Y por dios, bájele a eso”

El ingeniero de la bata blanca presionó el botón de mute mientras al otro lado de la ventana los pelos alborotados de ella seguían persiguiendo incansables una cabeza imprevisible y agitada.

“Ahora reviértalo”

“No funciona”

“No puedo llevármela así. ¿Cómo voy a explicarles a nuestros hijos? ¿Qué van a pensar de su madre?”

“Si usted no tiene inconveniente, podemos dejarla en custodia, ya sabe que nuestras instalaciones son de primera calidad. Quizá sea cuestión de tiempo que se acostumbre al tratamiento. Hay algunas que son más lentas que otras”

El marido exhaló profundamente, dedicó una mirada grave al ingeniero y tras cruzar los brazos y llevarse la mano derecha a la parte anterior del rostro, dijo.

“Eso está bien para el futuro. ¿Y ahora qué?”

“Déjenosla. Siempre ha podido irse de viaje de modo inesperado”

“Largo viaje me temo que puede ser este.”

Y el marido, atemorizado por el pensamiento de tener que ponerse a la búsqueda, una vez más, de una compañera adecuada, miraba desde el otro lado del cristal la maraña de pelos, babas y girones que se desgañitaba sin respiro desde hacía más de media hora.

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