sábado, 12 de septiembre de 2009

Trece

Ando como medio mareada, perdiendo el control y siguiendo el pulso de mis entrañas. No hay tiempo para el respiro, para la tranquilidad, para la costumbre. Poco a poco y sin poder evitarlo cae la oscuridad a mi alrededor aunque no hace ni tres horas que amaneció. Me acerco a una esquina breve y débil y como si fuese un saturno invertido vomito a mis hijos cubiertos de sangre. 1, 2, 3... No consigo continuar. El cuarto queda dentro, a la espera. Me abraza el vientre con sus manos de algodón, me canta desde dentro, me despeja, me relaja. Mis otros vástagos bailan a mi alrededor al ritmo de cánticos lejanos y exóticos, demasiado rápidos para que yo pueda seguirles, se van, se alejan y me abandonan en la única compañía de su hermano no nacido, su hermano tan amable que decidió no salir para estar conmigo. Me arrulla. Se sacrifica porque me quiere. Y por mi propia vida pierde la suya. Qué injusticia, qué egoísmo el mío. Me levanto y me adentro aún más en la oscuridad, siguiendo las luces de hogueras lejanas.

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